Las cifras de las purgas llevadas a cabo por el gobierno de Erdogan tras el golpe son claras y desoladoras para cualquier persona que defienda mantener la relación con Turquía. 145.000 personas han sido arrestadas, entre ellas miembros del Ejército y del poder judicial. 15 universidades, más de mil colegios, 19 sindicatos, 45 periódicos, 16 canales de televisión, 23 estaciones de radio, y 15 revistas han sido clausuradas por el gobierno por su supuesta cercanía al movimiento del clérigo Fethullah Gülen, el responsable intelectual, según Ankara, de la intentona. El país se aleja a pasos agigantados de cualquier estándar internacional de democracia, y solamente el interés que los organismos comunitarios tienen en el control migratorio que ejerce Turquía evita que se rompan las relaciones de otros países e instituciones con el país otomano.
Desde un punto de vista formal, la reforma constitucional viene a completar el giro marcado por Erdogan desde que accedió a la presidencia en 2015, consistente en añadir funciones a la presidencia, un cargo meramente simbólico hasta hace dos años, y quitárselas al primer ministro, puesto que el actual presidente ejerció durante varios años, y que, de aprobarse el nuevo texto, quedará reducido a un mero consejero del presidente, como ya ocurre de facto. El presidente será el jefe del Estado y del gobierno. Las elecciones presidenciales y parlamentarias se celebrarían al mismo tiempo, lo que permitiría una mayoría clara de un partido, y el número de diputados aumentaría. Según todos los analistas, esta Carta Magna significaría el paso definitivo de Erdogan hacia el autoritarismo.
Sin duda, el estado general del país es deplorable, con el autoritarismo del gobierno y con la sucesión de atentados terroristas que justifican más que nunca la aplicación del estado de emergencia y su prorrogación cada cierto tiempo, la última vez recientemente. El estado de emergencia supone la suspensión de algunas garantías constitucionales y de derechos humanos, y da manos libres al gobierno a ejecutar la represión contra aquellos sectores que se resisten a comulgar con las ideas del presidente y que se oponen fervientemente a la progresiva radicalización de su labor de gobierno. El número de personas que han tenido que abandonar el país desde el golpe es inmenso, y uno de los sectores más perjudicados es el de los periodistas, objetivo primario de Erdogan, que han tenido que decidir entre la cárcel y el exilio.
Este referéndum tiene además una importante proyección internacional. Consciente de que necesitará los votos, Erdogan ha mandado a su ministro de Asuntos Exteriores, Mevlüt Çavusoglu, a vender la nueva Constitución en el exterior, especialmente en los países con mayor población turca emigrada. Este movimiento no ha estado exento de polémica, ya que Alemania puso problemas para la celebración de los mítines previstos, y Holanda directamente prohibió la entrada del ministro. Indignado, el presidente turco mandó a paseo su pragmatismo, acusando a Holanda de fascismo y nazismo, y advirtiéndoles de que pagarán cara la prohibición, así como amenazando con represalias mayores. Éste no deja de ser un nuevo movimiento para ganar votos, y ni siquiera las amenazas sirven para que la UE rompa relaciones con Ankara.
Uno de los movimientos más criticados de estos últimos meses ha sido la caza a la oposición. Ésta ha sido especialmente dura con el Partido Democrático Popular (HDP), de izquierda pro-kurda, y cuyos dos líderes fueron detenidos en noviembre acusados de apoyar al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), uno de los principales enemigos del gobierno. Esta detención, que todavía dura y que se saldará previsiblemente con condenas contundentes, no ha sido criticada internacionalmente por ninguna instancia europea, al contrario de lo que ocurre con otros regímenes. Tampoco el Partido Republicano Popular (CHP), fundado por Atatürk y de ideología socialdemócrata, está en su mejor momento, incapaz de liderar la oposición y con un líder al que acusan de falta de carisma. Ambas formaciones, junto con algunos críticos dentro del ultraderechista Partido del Movimiento Nacionalista, se oponen a la actual reforma.
Uno de los fijos en la actual situación ha sido la tibia reacción de la Unión Europea a las continuas vulneraciones de derechos llevadas a cabo por el gobierno de Erdogan. Los intereses militares y políticos pesan más que las posibles dudas morales, y es por ello que no está sobre la mesa la condena ni la censura a las acciones que está ejerciendo el ejecutivo de Ankara. El Parlamento Europeo dejó en suspenso las relaciones con Turquía el pasado mes de noviembre por las continuas vulneraciones de derechos de este país. Sin embargo, la oposición insiste en que la condena debería ser más dura. Ni siquiera si esta reforma constitucional tiene éxito y Turquía se convierte en una república presidencialista, Europa condenará a Ankara. Al mismo tiempo, el sentimiento antieuropeo en Turquía crece a pasos agigantados, sobre todo tras el fracaso del golpe.
Las protestas del parque Gezi, en 2013, dejaron claro que el descontento en Turquía estaba creciendo, y que el divorcio entre Erdogan, entonces primer ministro, y una parte del pueblo, estaba aumentando. Por ello se esperaba que la revolución llegara al país. El golpe, sin embargo, tuvo el efecto contrario al deseado, y hoy por hoy, no habrá revolución en Turquía. Si el referéndum triunfa, Erdogan tendrá mayor poder que el que ha tenido siempre. Si gana el no, una opción probable, se adelantarían las elecciones, y en ellas la victoria del AKP sería contundente. Turquía sigue caminando hacia la dictadura, y ni los que quieren detenerlo pueden hacerlo, ni los que pueden detenerlo quieren hacerlo.
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