La Unión Europea y Turquía pactaron la pasada semana lo que supuso un cambio absoluto en la estrategia común para gestionar la crisis de los refugiados. Ambas entidades firmaron un acuerdo por el cual los refugiados que lleguen a Turquía desde las costas griegas, incluidos los sirios que huyen de la guerra en su país, serán expulsados. Como contrapartida, Europa se comprometió a llevar a Turquía un número igual de refugiados a los que no entrarán en el continente, y también a acelerar los trámites para que el país pueda ingresar a la Unión Europea y se puedan eliminar los visados para entrar. El acuerdo fue recibido con una enorme polémica, y muchos ayuntamientos españoles llegaron a colocar la bandera europea a media asta en protesta por el pacto. Por parte del gobierno turco, las autoridades europeas recibieron mucho apoyo, puesto que su postura al respecto de los refugiados siempre ha sido la expulsión. Sin embargo, el acuerdo tardó en formalizarse, por las resistencias que se recibieron, y por detalles formales, pero finalmente se cerró.
Lo que ocurrió en Turquía el día siguiente, la repetición de algo que había ocurrido unos días antes, empieza a ser tristemente habitual: el terrorismo. El 13 de marzo, se produjo un atentado por coche bomba en Ankara, la capital turca. El artefacto se colocó cerca de una estación de policía, en el centro de la ciudad, y provocó la muerte de 37 personas. Ankara ya había sido golpeada el 17 de febrero por un atentado perpetrado por un operativo kurdo que mató a 28 personas, y el 10 de octubre de 2015, con un ataque suicida. El 19 de marzo, hubo otra acción terrorista, que se produjo en Istiklal, la principal calle comercial de la ciudad, en el barrio de Taksim. Perecieron cinco personas, todas de nacionalidad extranjera. En Estambúl, ya se habían producido otras dos acciones terroristas recientes: dos atentados suicidas que se produjeron en uno de los centros turísticos de la ciudad, el distrito de Sultanahmet, donde se encuentran la Mezquita Azul y Santa Sofía. El primero se produjo el 6 de enero de 2015, y en él murieron 2 personas, entre ellos la terrorista suicida. El segundo fue el 12 de enero de 2016, fue perpetrado por el Estado Islámico, y causó 10 muertos, todos turistas.
Los perpetradores de estos crímenes terroristas tienen una doble procedencia, y defienden dos intereses completamente diferentes. Por una parte, se encuentran los kurdos. Durante décadas, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), o más concretamente su brazo armado, las Fuerzas de Defensa Popular, defendió la acción terrorista como un medio de presión a Turquía para la independencia del Kurdistán, una región repartida actualmente entre cuatro estados: Irak, Irán, Siria y la propia Turquía. El año pasado, su legendario presidente, Abdullah Öcalan, condenado en 1999 a cadena perpetua, pidió a sus partidarios que dejaran la lucha armada. Sin embargo, hay otro grupo kurdo, los Halcones de la Libertad del Kurdistán, que reivindicaron el atentado de febrero en Ankara. Este grupo se escindió del PKK, y realiza acciones terroristas como protesta por el papel que Turquía está llevando a cabo en la guerra civil siria, en la que apoya a los opositores al régimen de Bashar el Asad, y en la que los kurdos forman un grupo aparte de los dos principales. Los kurdos defienden de una forma u otra sus propios intereses.
Por otra parte, se encuentra el Estado Islámico (ISIS). Resulta extraño que el grupo terrorista que aterrorizó al mundo con los atentados en París el 13 de noviembre pasado actúe en Turquía, debido a que, teóricamente, están en el mismo bando en la guerra de Siria. Sin embargo, ISIS marcó al antiguo Imperio Otomano como uno de sus objetivos primordiales, y los últimos atentados de Estambúl dejan claras muchas cosas. En primer lugar, que Turquía es uno de los principales enemigos declarados del grupo terrorista. En segundo lugar, que el objetivo es provocar los mayores daños personales posibles. Tanto el atentado de Sultanahmet de enero como el de la semana pasada se produjeron en enclaves turísticos fundamentales de la ciudad, en los cuales se mueve mucho dinero. Es especialmente importante el atentado de Taksim, puesto que en esa parte de la ciudad, se produjeron las principales protestas en el año 2013 contra el autoritarismo del entonces primer ministro y hoy presidente de la República Recep Tayyip Erdogan. Los atentados suicidas de corte islamista entraron a Europa por París, pero se están cebando mucho con Turquía.
Políticamente, Turquía se encuentra en otra importante encrucijada. El año pasado, hubo que celebrar dos elecciones parlamentarias. En junio, se produjeron las primeras, en las que Ahmet Davutoglu, primer ministro desde 2014, y candidato del partido gobernante, Justicia y Desarrollo (AKP), venció, pero sin mayoría suficiente, con un importante aumento de los nacionalistas turcos y de la izquierda alternativa. La mayoría absoluta está establecida en 276 escaños, y el AKP bajó de 311 a 258. Hubo que celebrar otras elecciones, que se produjeron en el mes de noviembre. En ellas, el AKP recuperó la mayoría perdida, subiendo de 258 a 317 puestos en el parlamento turco, aprovechando el enorme descenso de los nacionalistas turcos que perdieron 40 escaños de junio a noviembre. La izquierda tradicional, el Partido Republicano del Pueblo (CHP) se mantuvo, aunque lejos del poder. Con estos resultados, y con Erdogan en el palacio de Ak Saray en Ankara, el AKP tiene las manos más libres que nunca para seguir con su proyecto.
Tal y como se ha dicho muchas veces, Turquía emprendió a principios del siglo XX una serie de profundas reformas tras la independencia, impulsadas por la figura más destacada de la historia reciente del país, Mustafá Kemal Atatürk. Atatürk creía en un país moderno, con una separación fáctica entre la Iglesia y el Estado, e impulsó todas estas creencias dentro de un movimiento que se vino a llamar el Kemalismo. El legado de Atatürk fue reivindicado y continuado tras su prematuro fallecimiento en 1938, a pesar de que partidos progresistas y conservadores se fueron turnando en el poder. Sin embargo, la historia cambió a partir de la elección de Abdullah Gül en 2002, y sobre todo a partir de la llegada al poder de Recep Tayyip Erdogan, un año después. Cuando Erdogan se convirtió en primer ministro, hubo mucho miedo en Europa por las propuestas de su partido, que planteaba entre otras cosas la aplicación de la ley islámica en algunos supuestos. Sin embargo, el nuevo líder del gobierno afirmó que su partido se quería parecer a la CDU alemana, y que no había nada que temer. Erdogan quiso aparecer como un líder pro- occidental cuya intención era acelerar el proceso de integración de Turquía en la Unión Europea, y todos aplaudieron entusiasmados. Pero ha quedado claro que todo lo que decía no era así.
En este tiempo, y sobre todo en los últimos años, Recep Tayyip Erdogan ha asumido un papel autocrático y hasta cierto punto dictatorial en sus funciones. Ideológicamente, Erdogan, y con ello su partido, ha ido evolucionando desde un conservadurismo homologable con cualquiera de los presentes en Europa hacia un nacionalismo turco. El principal empujón del presidente turco hacia el autoritarismo se produjo en 2010, después de una reforma constitucional que reforzaba sus poderes y disminuía los de los militares. Investido de cada vez más responsabilidades, Erdogan giró definitivamente hacia posturas que muchos consideraron inaceptables. Además de lo que se podría definir como "re- islamización", el presidente se ha dedicado a elementos típicos de una tiranía, como la censura a la prensa. A comienzos de este mes, fue intervenido el Grupo Zaman, un conglomerado mediático crítico con Erdogan. Los nuevos administradores no han tardado en cambiar la línea editorial hacia el culto al líder que ya realizan los demás medios. La pluralidad lograda durante la década de los 90 ha pasado a la historia.
Turquía ha pasado en diez años de ser un ejemplo de reformas democráticas y de convivencia a personificar una enorme involución, que se ha traducido en una fractura social. La base electoral que llevó a Erdogan al poder era muy variada, y estaba compuesta tanto por liberales laicos como por conservadores religiosos, pero hoy, los excluidos empiezan a ser mayoría. En las calles turcas, cada vez se ven más velos, pero a la vez, se sigue reivindicando la figura de Atatürk, de la que todos se dicen defensores, pero que solamente respetan en la práctica unos pocos. El colmo de esto se produce cuando el gobierno vulnera los derechos de aquellos que no están de acuerdo con su política, y señala que el objetivo de esto es proteger el legado de la padre nación turca.
Siempre ha quedado claro que Turquía estaba entre dos aguas, por su peculiar situación geográfica, entre Europa y Asia. Los sucesivos gobiernos turcos no han aclarado nunca del todo su postura, aunque han dado pasos para la integración en la UE. En el caso de Erdogan, empezó muy fuerte, pero su deriva ideológica ha provocado que se olvide también de la Unión Europea, y defienda políticas nacionalistas y hasta cierto punto aislacionistas. Sin embargo, la contrapartida del acuerdo sobre los refugiados puede generar una situación particular, con un gobierno impulsando la integración europea al mismo tiempo que sigue con la involución política en las medidas del día a día. Parece difícilmente compatible, pero el gobierno turco no piensa lo mismo. Turquía seguirá mucho tiempo en el ojo de todos, y más si finalmente entra a la Unión Europea. Tal vez entonces, por necesidad, deba cambiar sus políticas. No sería una mala situación.
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