La legislatura parecía un piece of cake para los conservadores, con mayoría absoluta parlamentaria tras la sorprendente y contundente victoria de 2015, y con una oposición desarticulada, debido a las diferencias en el laborismo entre el líder, Jeremy Corbyn, con el apoyo de las bases, y el aparato del partido, y a la caída en desgracia del UKIP, que no había conseguido representación en la Cámara de Representantes. De la misma manera que ocurrió con el referéndum por la independencia escocesa, Cameron creía que podía controlar la situación pactando una consulta popular que generase una desmovilización entre los partidarios del Brexit. Sin embargo, no fue así, y a pesar de que el líder había jurado que su deseo era permanecer en el poder hasta el final de su mandato, llegando a asegurar días antes de la votación que no dimitiría en ningún caso, el resultado final, 51,89% frente a 48,11%, pudo con Cameron.
El proceso interno estuvo protagonizado por la decisión del ex-alcalde de Londres Boris Johnson. Johnson había sido una de las voces más claras en el interior de los tories en favor del Brexit, y su popularidad hacía pronosticar una elección fácil. Sin embargo, el ex-alcalde no llegó a dar el paso, y tras días de especulación, el 30 de junio anunció que no se presentaría. Tampoco presentó candidatura el delfín de Cameron, George Osborne, muy quemado por la gestión del referéndum. El principal candidato pro-Brexit, el ministro de Justicia Michael Gove, nunca tuvo la suficiente fuerza, ante las acusaciones de que había traicionado a Johnson, con el que existiría un acuerdo para una candidatura conjunta. Finalmente, la única candidata potente resultó ser Theresa May, proclamada ganadora de las primarias el 11 de julio, sin necesidad de ser votada, y primera ministra dos días después.
El paralelismo es inevitable con la otra mujer que fue primera ministra británica: Margaret Thatcher. Thatcher estuvo en el poder durante 11 años, siendo una política inflexible que no dejó indiferente a nadie. En sus propias palabras, -"Los británicos no me eligieron para ser una blanda". Como primera ministra, ganó tres elecciones consecutivas, en todos los casos con mayorías absolutas, y tuvo que afrontar una seria crisis económica, una huelga minera de un año, y la invasión de las islas Malvinas por parte de la Junta Militar argentina que fue crucial para que Thatcher revalidara su victoria en las siguientes elecciones. El mandato de esta mujer marcó un antes y un después en la política británica, desarticulando a toda su oposición, e instituyendo una década de conservadurismo que fue difícil remontar. Para muchos, éste es el modelo que va a seguir Theresa May, intentando convertirse en una primera ministra fuerte y apelando a los valores tradicionales, en una era de aumento del nacionalismo británico tras el Brexit.
Desde su elección, May dejó claro que su primera tarea sería cumplir el plan de salida de Gran Bretaña de la Unión Europea lo antes posible. Para ello, nombró a un ministro específicamente para la salida de la Unión, David Davis, y nombró como responsable de Asuntos Exteriores a Boris Johnson. Sin embargo, desde que empezó a comandar el ejecutivo británico, se ha podido percibir un nuevo escoramiento del gobierno británico a la derecha. La postura del Partido Conservador respecto del Brexit fue incierta, y ante la posibilidad de un cisma, Cameron decidió que el partido fuera oficialmente neutral ante la contienda. Gracias a esto, muchos de los tories que hoy están al mando, como Johnson, están cómodos con la nueva situación, y los que defendieron la permanencia se ajustan con bastante menos incomodidad de lo esperado al nuevo statu quo.
La conferencia del Partido Conservador del mes de octubre en Birmingham fue la prueba del giro ideológico de la formación hacia una especie de nacionalpopulismo, y del corte con la línea marcada por David Cameron. En los talleres de la conferencia, en los que se trabaja para la elaboración de ponencias que posteriormente son votadas por los miembros del partido, surgieron claramente elementos xenófobos y de desprecio al inmigrante. En su discurso, la primera ministra May apeló al capitalismo responsable, y anunció polémicas medidas como la restricción de visados a los migrantes o la priorización del control de fronteras. El encuentro sirvió para que el nacionalismo más ferviente y militante volviera a aflorar, con la idea de que Europa necesita más a Gran Bretaña que al contrario, aunque haya cifras que lo desmienten.
Sin embargo, muchos de sus rivales denuncian que el gobierno de Theresa May carece de un plan claro para el Brexit, con el ejecutivo dividido entre los partidarios de una versión blanda de la ruptura, y los que defienden, entre ellos la primera ministra, que la ruptura tiene que ser dura. Un informe filtrado recientemente informa del inmovilismo del ejecutivo, y de la carencia de un plan fijo para la aplicación del programa. Al mismo tiempo, tras meses buscando subterfugios legales para evitarlo, la justicia dictaminó recientemente que la Cámara de los Comunes deberá pronunciarse sobre el Brexit antes de que se inicien los trámites. Los diputados contrarios a la salida de la Unión Europea, que según las últimas informaciones son más del 70% de la cámara, podrían bloquear la aplicación del artículo 20, que daría paso al comienzo de las negociaciones para la salida, y por tanto hacer imposible el Brexit.
La victoria de Donald Trump en las presidenciales de Estados Unidos abre una nueva etapa también en las relaciones con Gran Bretaña. Durante años, ha existido una special relationship entre el presidente americano y el primer ministro británico, con casos como los de Winston Churchill y Franklin Roosevelt, o el más reciente de Tony Blair y Bill Clinton. Sin duda habrá que fijarse en la relación que puedan tener Trump y May, con bastantes coincidencias en su discurso antimigratorio y partidario de un nuevo nacionalismo que pueda conducir a un veto velado a las instituciones internacionales, sea la Unión Europea en el caso de Gran Bretaña o la OTAN en el caso de Estados Unidos. Trump y May se sentarán juntos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y decidirán muchas de las políticas que se apliquen a nivel internacional. No habrá que perder ojo a este elemento.
El plan de Theresa May a medio plazo es el de conquistar una vasta proporción del campo político en su país, más allá de los caladeros tradicionales conservadores. Jeremy Corbyn ha llevado al Partido Laborista bastante más a la izquierda de lo que ha estado las últimas décadas, y esto ha provocado que abandonen momentáneamente la batalla por el centro. Al mismo tiempo, el UKIP, que volvió a ganar protagonismo tras la victoria de la ruptura con la Unión Europea en el referéndum de junio, está perdido en luchas internas, y su liderazgo está en duda. Por ello, los conservadores plantean una política nacionalista que pueda seducir tanto a los centristas equidistantes como a los potenciales votantes del UKIP, que unidos a los votantes tradicionales del partido puedan garantizar una mayoría política sólida en las elecciones sucesivas. Tal y como lo hizo Margaret Thatcher.
Lo que parece evidente es que la primera ministra británica no quiere ser una mandataria de transición, sino al contrario aplicar un modelo de gestión propia. Su forma de intentar integrar a todos mediante un liderazgo fuerte y duro se parece mucho al de Margaret Thatcher, pese a que su discurso se aleje cada vez más de las huellas de su antecesor y se acerque peligrosamente al de Donald Trump. Sin embargo, esto está enganchando a un pueblo británico capaz a la vez de elegir a un hijo de pakistaníes como alcalde de Londres y de agredir a inmigrantes por el mero hecho de serlo. Si no cambia nada, Gran Bretaña saldrá de la Unión Europea en su versión más dura, y Theresa May intentará perpetuarse en el poder como el punto medio entre la dureza de Thatcher y el racismo de Trump.
ABOUTME
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