El complejo sistema político brasileño produce que muchos candidatos progresistas elijan a un compañero de fórmula en las elecciones que sean conservadores como una forma de garantizar la mayoría parlamentaria. El vicepresidente de Lula fue José Alencar, del Partido Republicano brasileño. Su sucesora, Dilma, eligió a Michel Temer, de un partido diferente, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). Temer fue el vicepresidente de Dilma en las elecciones de 2010 y 2014, pero a partir de la segunda victoria de la presidenta, el PMDB se apartó de su lado, y a partir del estallido social de principios de 2015 que se extendería más allá, y que desembocaría en el proceso de impeachment contra la mandataria, el primero en el país desde la destitución de Fernando Color de Mello en 1992. Desde el PMDB, a medida que la popularidad presidencial se hundía, se empezó a animar el proceso de destitución de la presidenta. A finales del año pasado, después de que en una felicitación navideña el vicepresidente Temer se desmarcase de la política gubernamental, Rousseff declaró que era un traidor para la administración, y fraguó la ruptura en la administración.
El proceso parlamentario que desembocó en la destitución temporal de Dilma Rousseff estuvo lleno de particularidades y de elementos sospechosos. Quien lo dirigió fue el presidente de la Cámara de Representantes, Eduardo Cunha, un compañero de filas de Temer, rival acérrimo de la presidenta, e involucrado a su vez en varios casos de corrupción. Eran necesarias dos votaciones, una en el Congreso y otra en el Senado. La primera se produjo el 17 de abril. Durante los días previos, varios partidos aliados de Dilma anunciaron su voto a favor del impeachment. La sesión fue patética y tensa, y en ella, los diputados que votaron sí dieron argumentos peregrinos para su decisión, diciendo que votaban por Dios, por su familia, e incluso por los militares del 64. Finalmente, ganó el sí, y el proceso siguió su camino hacia el Senado.
En el mes que transcurrió hasta la votación definitiva, la presidenta y su antecesor intentaron pactar con senadores para salvar la situación, a medida que las defecciones por el lado gubernamental eran cada vez más frecuentes. Unos días antes del voto, Eduardo Cunha fue destituido por el Tribunal Supremo por unanimidad y por corrupción, y su sucesor estuvo a punto de detener el proceso. Sin embargo, el presidente del Senado no lo detuvo, y la cámara aprobó por 55 votos a favor y 22 en contra el comienzo de la investigación judicial a Dilma Rousseff, y su destitución inmediata y provisional como presidenta. Al día siguiente, Michel Temer tomó posesión como presidente en funciones, al mismo tiempo que el gobierno de Rousseff presentaba su dimisión. El ejecutivo nombrado por Temer es tremendamente polémico, por su claro tono neoliberal, por la ausencia absoluta de mujeres y de ministros de color o mestizos, en un país en el que el 44% de los ciudadanos es de raza mestiza.
Muchos son los que, fuera y dentro de Brasil, señalan que lo que ha ocurrido en el país carioca ha sido un golpe de Estado, aunque dentro de la modalidad de los llamados soft coup. El último en llamar la atención sobre la situación ha sido el director Kleber Mendonça Filho, que este fin de semana ha estado en el festival de Cannes, en Francia, y que lució en la presentación de su película, junto con varios miembros de su equipo carteles de papel que señalaban que se había producido un golpe, y que el nuevo gobierno es ilegítimo. Los soft coup o golpes suaves fueron definidos por el politólogo estadounidense como el uso de un conjunto de técnicas conspirativas no frontales y principalmente no violentas, con el fin de desestabilizar un gobierno y causar su caída, sin que parezca que ha sido consecuencia de la acción de otro poder. Fuerzas básicas en cualquiera de estas situaciones son la prensa, los grandes empresarios y los partidos de la oposición. La mayoría de ellos no tienen éxito, pero otros sí que logran su objetivo.
Ciertamente, la situación en Brasil parece adscribirse a este modelo, y algunos de los hechos ocurridos en los últimos meses son como poco extraños. Para los que defienden que todo esto ha formado parte de un plan, todo comenzó tras las elecciones presidenciales de octubre de 2014, en las que Dilma ganó de manera peleada contra el candidato conservador Aécio Neves. La oposición puso en duda los resultados, y habló de pucherazo, y a partir de ahí se generó el caldo de cultivo que desembocaría en las protestas sociales y las acusaciones de corrupción contra la presidenta. Por su parte, el PMDB, el partido del nuevo presidente, se había mantenido fiel a la legalidad y legitimidad de Dilma hasta marzo de este año, cuando anunciaron la ruptura del pacto y el paso a la oposición. El proceso en sí ha estado plagado de parcialidad, ya que los que más interés tenían en la destitución de la presidenta han sido los que han controlado los tiempos parlamentarios, y los que han garantizado que Dilma no pudiera salir bien parada del proceso. Una vez que los antiguos socios de la presidenta, en un ejercicio de deslealtad política, hicieron posible su caída, al ser mayoritarios en ambas cámaras, Temer tomó rápidamente posesión, y en pocos días, cambió completamente la política del país.
En una situación de provisionalidad, en la que el nuevo gobierno carece del apoyo de las urnas, parecería adecuado realizar un ejecutivo de unidad nacional con políticas transversales que representase a la amplia mayoría del país. Esto es lo contrario de lo que se ha hecho en Brasil. Temer y sus ministros actúan desde el 13 de mayo como si hubieran ganado unas elecciones, y tuvieran legitimidad para aplicar sus políticas. Desde América Latina, la situación en Brasil es vista desde diversos puntos de vista. La Unasur, y su presidente, el uruguayo Tabaré Vázquez, advirtieron en marzo del riesgo de un golpe de Estado en el país, y mostraron su apoyo a Rousseff. Por el otro lado, desde Argentina, donde el conservador Mauricio Macri gobierna desde diciembre pasado, se ha aplaudido el cambio de gobierno, y el ejecutivo porteño ha mostrado su determinación de trabajar conjuntamente con el equipo de Temer. Un Temer que por otra parte bien podría terminar con un impeachment en su contra, puesto que sobre él penden acusaciones de corrupción, y que fracasará previsiblemente en su proyecto de arreglar el país en seis meses, al ser materialmente imposible.
Brasil se encamina con casi toda seguridad a unas elecciones presidenciales anticipadas. Dentro de 6 meses, al final del proceso judicial contra la presidenta Rousseff, las cámaras parlamentarias volverán a votar, pero en este caso será necesaria una mayoría cualificada para hacer permanente la destitución de Dilma. Aunque esto se produzca, una nueva cita con las urnas para principios del año próximo parece lo más sensato, ante la corrupción sistémica que afecta a todos por igual. En la votación de hace unas semanas, el 60% de los senadores que apoyaron la salida de la presidenta del poder tiene abiertas causas judiciales. Por ello, ni siquiera los que hoy detentan el poder pueden dar lecciones. Los próximos meses serán claves, y de momento son absolutamente impredecibles. De momento, las cosas no le van bien al presidente Temer, y si esto no cambia, las acusaciones de golpe seguirán, e incluso se harán más fuertes. La situación democrática en el país está en un momento inédito, acercándose a un vacío de imprevisibles consecuencias.
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